Por Gonzalo Sarra

16 de marzo de 2022

Barruby deslizaba sus zapatillas de corcho por los pastos secos, como ignorando y sintiendo la esperanza de que, en esos suelos áridos y llenos de pisadas, crezca una planta de la fruta recién comida.

Barruby le sonreía a la tierra, a su mano cavando un pozo con un palito del árbol que nos cubría.

Está claro que la persona que te acompaña te empuja y te lleva a los lugares menos pensados, un poco porque eso es la gracia de que seamos ángeles de otros ángeles.

La necesidad de ir a un lugar nuevo, a una perspectiva antes no soñada levantó mis piernas y me movió por el espacio; iba a hacer lo mismo. Barruby, mientras, proseguía y terminaba y yo comenzaba y proseguía.

Estoy seguro de la claridad de esa esperanza: que de una semilla salga un brote verde, que salga a ver un día decidido su primer amanecer. Esa esperanza era certera como la verdad y la hora en que nos pegaba el sol.

Le dije cuando volvimos al tronco a sentarnos enfrentados:

‒Cuando tengamos 70 años vamos a venir y, además de sentarnos y treparnos y comernos unas frutas, vamos a poder subir re alto, vamos a ver el río desde plena ciudad.

‒Trato. Venimos, eh. ‒Barruby me aseguró.

 

Las nubes de los días siguientes llevaron su nombre y su imagen, las cosas que le decía para hacernos reír o las cosas que nos mostrábamos con una curiosidad de niños eternos, curiosidad de vida eterna. Todo eso llevaban las nubes.

A veces, cuando me hacía un té, me hubiera gustado que esté Barruby al lado mío para poder compartirle una tacita de porcelana con dibujitos japoneses con té de camomilas o de lilas con limón. Barruby amaba las flores en todas sus formas.

 

‒¿Sabés? ‒me dijo Barruby de pronto‒ Un día van a salir florcitas de este árbol. Me gustaría que podamos guardarnos una para tener de señalador.

‒De esas que ves muchos días y después nunca más ¿viste? Y, quizás, después de 2 años, abrís y la encontrás y vienen todas esas imágenes de cuando la dejaste o cuando la fuiste moviendo por las páginas...

‒Merece tanto haber leído el libro, la flor como nosotros.

‒Sí.

 

Yo sabía que Barruby estaría anonadada en su estudio de pintura, con las manos en las manos de un óleo, dándole la obsesión de la naturaleza y la luz al lienzo, a los reveses de la anatomía, los huesos, los tendones. Ojalá pudiera compartir un vino con ella ahora, ahí.

Barruby estaría sentada ventanas adentro, con su piyama muy suave, tomando lentos y constantes tragos de un tazón de café con leche. Barruby sabía cómo disfrutar de cada instante. Irradiaba una energía que podría prender mil lamparitas.

 

Un día la pasé a buscar. Vivía en un barrio de casas bajas, la mayoría con altillo, habitación que me parece la más deliciosa de todas las habitaciones.

Salimos a caminar, del brazo, como ancianos anómalos, por lo sonriente y alegres que éramos. Para ser tan viejos, a esa edad, suele apelmazarse la mala memoria con la muy buena memoria, cosa del todo detestable. Del, por ejemplo, no recordar el código de la cuenta del banco y tener muy presente a los amigos perdidos u olvidar la pastilla por tres noches y no poder dormir de todos los recuerdos de la juventud, de cuando bailábamos en grandes carpas.

Pero a Barruby y a mí no nos pasaba eso. Todavía buscábamos el mejor ejemplar de trébol perfecto y comíamos pizza en el auto o en la calle; todavía, aunque quizás un poco más lento, salíamos a caminar y a tomar una cerveza cuando uno se tentaba.

 

Ese día Barruby salió con un sombrero veraniego gigante de paja. Me sonreían sus ojos bajo la galera mientras cerraba con dos vueltas la puerta de su casa y bajaba los escalones hasta mí. Yo la esperaba con una hojita seca que no tenía hoja y eran puros filamentitos.

Caminamos cerca de media hora y nos sentamos en un banco del parque. ¡Qué lindo era el Sol, otra vez el Sol, en nuestras caras! Disfrutar el espacio entre nubes.

A lo lejos, mientras Barruby estaba con los ojos cerrados y achinados de cara al Sol, vi un gran, gigante, árbol que trepaba por los aires como los malabaristas de circo.

‒¡Barruby! ¡Es nuestro árbol! ¡Mirá!

‒¿Qué? - me dijo como despertando de un sueño acunado.

‒Sí, ¡mirá! Allá.

‒Wau, ¿vamos?

 

Agarramos nuestras cosas del banco y los dos bastones apilados uno junto al otro y fuimos despacito, pero con una gran ansiedad y alegría hasta el árbol.

Habiendo llegado a la base le dije:

‒Lo prometimos, ¿te acordás?

‒¿Hay que subirlo, no?

‒Sí, vamos, dejá el bastón por ahí, yo te ayudo.

 

Las ramas lo hacían bastante fácil o era la esperanza de ese día, que lo había pensado en todo, hasta cómo dejarnos subir. Los brazos del árbol se extendían intercalados como una verdadera escalera viva.

En una rama muy gruesa y grande, junto con otra que hacía de respaldo, nos decidimos a quedar.

‒Mirá, está por atardecer ‒me dijo y nos quedamos con las cabezas apoyadas mirando la luz.

‒Y se ve el río...

 

* Cuento extraído del libro “Infrarrojos y Ultravioletas” de Antídoto Ediciones.