Por Camila Biasotti

Nos encontré calladas, como si fuera hábito sellarnos los labios al vernos. Te comenté del clima como muletilla, y me miraste como si te hubiera insultado.

—Sí, un despelote.

O fue al revés, creo que mezclo nuestras voces en mi memoria. Es la costumbre, el argumento contradiciendose y mi voz es la tuya y la tuya se vuelve rápida para poder ganar. Cuando me acuerdo de esas situaciones me río, también me río cuando pasa. Quería reírme, en esa charla vacía en la que estábamos paradas, pero no había nada de lo cual reírse.

Sacaste una bolsita de tabaco de tu bolsillo y empezaste a armar tu cigarrillo, ese de siempre. Mis manos se movían ansiosas, las tuyas con una precisión que daba escalofríos. Robótica. Sopló un viento, levantó hojas y mi pelo. Vos ni lo sentiste, o no pareciste sentirlo. Empecé a temblar un poco, nerviosa por tu calma y mi inquietud en oposición. Me acordé de algunos momentos cuando me calmaba por ósmosis, vos los recordaste también. Fue una especie de charla silenciosa, o eso quise creer. Cuando asentiste asumí que me entendías.

—¿No estás cansada de contar historias de desamor? —Me ofendí un poco porque era verdad.

—Estoy cansada de no poder empatizar y sólo hacer catarsis, ¿pero qué otra cosa voy a contar?

—Y, no sé, podrías moverte un poco de tu zona de comfort. Hacer catarsis pero con situaciones muy ajenas, aprender de los otros. Sos más que una máquina que graba y reproduce lo que siente.

—¿Vos decís? —Rodaste los ojos y asomaste una risa. —Me gusta, igual, contar lo mío.

—Y sí, a todos les gusta hablar de sí mismos.

Nos miramos un rato, calladas. Empezaste a temblar un poco, nerviosa por mi calma y tu inquietud en oposición. Quisiste romper el silencio, en uno de esos intentos torpes de escupir palabras e hilarlas en la marcha. No salió nada, o no te estaba escuchando y decidí pensar que no salió nada. Sopló un viento, no levantó nada, pero vos lo sentiste.

—¿Leíste...

—No, —Respondí sin dejarte terminar. —no tuve tiempo. O ganas. O nada.

—Nunca tenés nada.

Empezó algo así como una batalla donde nuestras miradas se solidificaban como un aire filoso y salían de un par de ojos hacia el otro, como si pudiéramos dejar ciego a nuestro oponente. Rodaste los ojos y asomé una risa.

—¿Vos decís?

—Sí, un despelote.

Estaba por responder algo, pero pasaron unas señoras hablando y atraparon nuestra atención. Nos vimos representadas en su vejez, contando chismes de personas que en nuestra imaginación decidimos creer, apenas conocían.

—¿No estás cansada de contar historias de desamor?

—¿No estaba hablando con un amante?

—Sí, a veces.

Nos callamos un rato, mirándonos. Como si fuera hábito sellarnos los labios al vernos, nos sonreímos con complicidad. Saqué una bolsita de tabaco de mi bolsillo y empecé a armar mi cigarrillo, ese de siempre. Mis manos se movían con una precisión robótica, las tuyas ansiosas. Te dió un escalofrío.

—¿Te acordás cuando te calmabas por ósmosis?

—Sí, me acuerdo. —Asentiste.

Me comentaste del clima como muletilla, y te miré como si me hubieras insultado.

—Ay, por favor, salí del círculo que te estás estancando