Por Mario Arteca

“Vamos a escribir unas cuantas frases para no entender, siguiendo el hilo, desde el supuesto de entender. Que toda demora se contabilice: ganar el tiempo.”

Sebregondi retrocede, Osvaldo Lamborghini

 

El hilo que se corta por lo más delgado está aún más fino y más delgado. Y cuando se corta, su destino es seguir separado. Para unirlo hace falta la existencia de otro ovillo que ocupe la línea de llegada, y esperar con paciencia a los que marchan detrás. Esto que parece un comienzo en verdad es el final de un poema que acabo de escribir y que pertenece a un libro que en algún momento se publicará, o no. Pero siguiendo la consigna de este encuentro, me surge proponerla como pregunta, ¿de qué hablamos cuando hablamos de traición? En principio, la traición se presenta como un acto individual, si es que es un acto. Tal vez no lo sea, porque accionar sobre algo se traduce como la decisión voluntaria de describir o reconocer al otro, y si se puede, transformarlo, o bien volverlo cierto sujeto semejante a uno. La traición no es el espejo de un todo, es el reflejo de lo supondría el efecto de una fuga. Al ir hacia adelante, quien traiciona tracciona (más allá del evidente juego de palabras). En una lectura más elemental, el traidor se vuelve infiel en un mundo de fidelidades. No se trata de que ese sujeto “no hace lo moralmente correcto”, sino que supone intervenir cuando menos se lo espera. El traidor es el invitado sorpresa de cualquier fiesta improvisada. Quien traiciona ocupa de repente un espacio en medio de la consecución de las relaciones. Su labor más permanente es interrumpirlas, en desmedro de uno y de los demás. ¿La razón? Tal vez sea intrigar desde el lugar más impensado, para que el relieve (es decir, quien traiciona) sea objeto de traducción. La traición, justamente, es ese hilo que se corta por lo más delgado, porque su destino íntimo es provocar daño a quienes menos pueden absorber el golpe.

¿En qué reside entonces la idea de traición en literatura? En que alguien cortó adrede una cadena que parecía unir la lengua con la horizontalidad de ella misma. Eso sería previsible, si no fuera que es totalmente reversible como argumento, y más como pensamiento. Ninguna escritura encuentra en su encadenamiento el sentido de supervivencia.

Con relación a Osvaldo Lamborghini, esa idea podría tener lecturas semejantes. Siguiendo lo que asegura Deleuze en sus Diálogos, “el traidor (…) no es el personaje que hace trampas, aquél que por medio de artimañas procura no ser descubierto y que prepara una salida a la luz siempre favorable, un labrador de porvenires. El traidor emprende un viaje sin retorno, sin precauciones, para devenir distinto del que es.” La diferencia, sin ponernos demasiado estrictos en la descripción deleuziana, es que Lamborghini “no hace trampas”, sino que muestra sus cartas para que no existan equívocos en su intencionalidad. Esto se observa en El fiord, donde propone un sistema de sustituciones que luego se vuelven transformaciones, desde lo nominal hasta lo anecdótico. Es porque la escritura de Lamborghini parece sostenerse en aquello que dijera el francés en Lógica del sentido, es decir, una potencia que “radica en su capacidad para ser afectado (…)” Cuando hablábamos de la figura del “hilo” que se corta, y que su destino es seguir separado, nos referimos al derrotero que tienen algunas escrituras y es la de no tener descendientes visibles a la hora de absorberlas. Como les sucede a los escritores que proponen marcas indelebles en el lector y en los pares, si se quiere seguir su influencia se cae inevitablemente en la repetición, a menos que se encuentre un salvoconducto. Y esa salida, “salida de sí”, es otra propuesta, en este caso invisible, de un trazo cuyo legado secreto es volverse materia de disputa. En este caso, la de la literatura de Lamborghini, esa disputa se da en los modos en que cada escritor se aleja de la influencia para desmentirla con las mismas armas con la que fue escrita. La literatura de César Aira es un ejemplo, y no al pasar: es tal vez el ejemplo. El escritor de Pringles asimila la carga de su amigo siendo después su albacea, pero antes se vuelve él mismo anterioridad al convertirse en su lector. Y transformarse en su lector, para luego ser escritor, es contener el campo magnético que una escritura semejante provoca a la hora de producir su propio trabajo. Aira desenrolla (otra vez el ovillo) el sentido profundo, pero sobre todo la dirección de los textos de Lamborghini. Para ser él mismo un escritor único, Aira debe escapar de los efectos lamborghinianos para vincularse con las consecuencias de una escritura que se manifiesta como atroz. Ese salto “hacia adelante” de sus libros, o al menos en sus primeros libros, y donde la historia se propone por capas que se van acumulando sin recuperación de la anécdota, es lo que consigue leer microscópicamente para volverlo primero como suceso moroso, y más tarde, en concatenadas y sucesivas intervenciones de la ficción que lo llevan a lugares inconcebibles. A su manera, Aira traduce a Lamborghini sin ocupar el sitio reservado para los profesionales de la interpretación. No hay interpretación, entonces, donde una onda expansiva dejó hecho añicos las posibilidades de sucesión, y se debe avanzar hacia otra escritura para que la sensación de fracaso no sea sólo una experiencia. De este modo, Aira también se mueve con la lógica del traidor, primero traduciendo a su amigo y luego a sí mismo. Aira conoce que para pretender apropiarse de una escritura hay que dirigirse con sigilo hacia el sentido contrario. Es una forma de traición ralentizada por el reconocimiento, o bien se trata de una declaración amorosa mediatizada por la devoción.         

Habría que decir también que Aira descubre que los textos de Lamborghini (tanto en sus narraciones como en sus poemas) no son un cuerpo (cuerpos destrozados, sometidos, sodomizados, amputados, etc.) sino una anatomía. Es decir, el mapa donde los órganos se disponen para clasificarlos, y eventualmente, cambiarlos de lugar. Incluso la lengua, que es parte de un órgano fonador que se traviste y compone desde los residuos desplazados de otras lenguas, algunas arcaizantes, y muchas otras, bajas. Y también debiera sostenerse que César Aira lee todo texto, como suele decirlo, como un “cuento de hadas”, y este caso no es la excepción, porque Lamborghini instala lo monstruoso y brutal con un grado de infantilismo muchas veces exhibido con ternura conmovedora. En ese sentido, hay una escena, que en verdad es una descripción, en El fiord, que siempre me pareció un corte oportuno ante el despilfarro orgiástico de la violación que se narra, y esa frase dice: “Atilio Tancredo Vacán fue amorosamente depositado sobre el intacto pavo y las mujeres iniciaron un baile esgrimiendo cuchillos y tenedores: ellas estaban desnudas”. Es el narrador que participa de una bacanal siendo asimismo un fisgón, un voyeur, que transmite para otros (a un círculo de hipotéticos amigos con sus mismos códigos) un escenario privado visto por el ojo de la cerradura, donde la corroboración de la desnudez de las mujeres es la conquista mayor de quien entiende que está saltando la valla de la autocensura. Se trata de la previa a la pornografía, salvo porque a esa altura del relato, la pornografía ya estaba sucediendo, lo que convierte a la escena en parte de un ritual. En Lamborghini, los rituales son el subproducto de los hechos consumados, por lo tanto, parte de un sistema representativo. De esa forma, y detrás de esta escena, está expuesta de manera palmaria la mezquindad de una pequeña cofradía, que se hará más gregaria en la medida que siga siendo pequeña.

Es Pierre Klossowski quien dice que “no puede haber transgresión en el acto carnal, si este no es vivido como un acontecimiento espiritual”, y agrega, luego, que ese objeto debe ser captado mediante la recuperación y la repetición del acto carnal. Dicho de esta manera, las palabras del autor de Roberte esta noche parecen emparentarse con la fórmula anticipada del método compositivo de Lamborghini, aunque sólo en superficie. ¿Y por qué decimos sólo en superficie? Porque en los textos de Lamborghini el método no se circunscribe a un juego de repeticiones sino al entramado que, al deslizarse con la fuerza de un matonismo verbal, irá enhebrando el tejido del que se nutre una tragedia conocida: el de la violencia subyacente de toda escritura que intenta proponer una declaración de guerra contra sus propias influencias. Y esas mismas pueden pasar de la gauchesca al preciosismo, del modernismo al manierismo, de la literalidad a la pornografía. Y así.    

Y hay que apuntar a otro gesto de la traición: el traidor anestesia cuando te incorpora amablemente, o no, a su campo de gravitación. Una vez en la comodidad, se separa del inquilino a través de un tajo, ante la primera demanda. En el caso de Osvaldo Lamborghini, éste se retira por interpósita muerte (un acto involuntario), pero deja como muestra su procedimiento, incluso lo inscribe abiertamente: “En cuanto a literatura, prefiero los remolinos tersos de José Hernández (…) En cuanto a literatura, prefiero el sistema de incisiones no programado de Horacio Quiroga, no programado, pero agujero tras agujero, cada gesto inicia rápido un movimiento (…) En cuanto a literatura, yo prefiero los diálogos frescos, toma y daca; vivaces: ábrete sésamo y ping-pong…” Pero eso no alcanza para penetrar en un sistema con mecanismo oculto.

Finalmente, volviendo al epígrafe de Sebregondi retrocede que encabeza esta intervención, la frase revela lo posible de lo que se puede escrutar de una literatura escurridiza, y es aquello que dice que se escriben “unas cuantas frases para no entender, siguiendo el hilo, desde el supuesto de entender”, es decir, que de lo que está establecido como literatura se desmadeja ese antecedente, para enseguida ordenar un acontecimiento que no es nuevo, sino oculto y de inmediato dejar de serlo. Y sobre todo aquel pasaje que asegura que la demora se debe “contabilizar” para “ganar el tiempo”. ¿Y qué otra cosa que ganar tiempo produce la buena literatura?