Por Cristián "Lolo" Poncetta

En una silla blanca de plástico, después del mediodía y hasta el anochecer, reposaba el viejito que esperaba a la muerte. Junto al tejido de alambre que cercaba el geriátrico y que daba a una angosta avenida estaba el viejito esperando a la muerte. El anciano extendía hacia arriba su brazo derecho y saludaba a quienes se desplazaban por esa animada calle, lindante al asilo. A veces esperaba a que lo saludasen primero para responder de la misma forma. Y siempre sin decir una palabra. Solo el gesto, la mueca compasiva.

La residencia estaba al fondo de un extenso parque de césped prolijamente cortado, rodeado de cipreses y cedros azules que sombreaban el lugar durante todo el día. El viejito tenía unos pocos cabellos blancos, el rostro rojizo surcado por líneas violáceas y siempre estaba con la boca abierta, dejando al descubierto las encías desdentadas. A veces tenía en su regazo una pequeña radio a transistores que manipulaba con destreza, aunque sin perder de vista todas las vidas, toda esa vida que sucedía frente a sus ojos. Todo el movimiento. Todo en movimiento.

Aquel ritual, luego de almorzar, era religioso. La caminata, no sin esfuerzo por el parque hasta llegar a su silla, con el fin de saludar sin cesar a doñas, linyeras, atletas, vecinos,  amantes, gentes del bajo, automovilistas, comerciantes, cartoneros, estudiantes en bicicleta. El viejito saludaba sin distinción, a quienes intentaban torcer su destino y a quienes lo transitaban indiferentes. Con igual gesto candoroso. Así se entretenía hasta el arribo de la noche.

Cierta tarde, la silla blanca estaba vacía. La tarde siguiente, también. Así fueron pasando los días. Uno tras otro hasta el arribo del otoño. Y la silla seguía vacía.

Pero una tarde fresca y sombría, el viejito que esperaba la muerte, volvió a su lugar en el mundo de sus últimos abriles. ¿Enfermó y se había curado?, ¿Había pasado una temporada fuera de la residencia?

¿Cómo habrán sido sus amores de juventud, sus aprendizajes tempranos, las travesuras adolescentes, sus proezas y aventuras, sus deseos, las heridas, los olores de su niñez?

¿Cómo querría que lo recordasen?

¿El viejito saludaba o se despedía? En cualquier caso, lo hacía con orgullo, con gratitud; sonriendo allí, sin dientes.

El viejito, casi sin preguntas, esperando estaba; erguido y perpendicular, pese a su cuerpo curvado ya.

La silla blanca, vacía.