Por Daniel Schechtel

17 de abril de 2021

Sólo una vez en toda mi vida supe de una persona que no escuchaba absolutamente nada de música porque le parecía ruido. No retuve su nombre ni su procedencia, aunque recuerdo que era una anciana viuda de un minúsculo pueblo argentino y que conservaba una radio apagada en su casa.

 Primero conjeturé que la experiencia la había provisto con suficiente material musical como para entretenerse contemplándolo mentalmente — mi padre me explicó que la contemplación de la vejez consiste en ese repaso vital. Pero otros ancianos no rechazan la música cuando la oyen involuntariamente.

Más adelante, me encontré con el dictamen “la música es ruido que piensa” del poeta Víctor Hugo y, recordando a la anciana, sopesé la posibilidad de que ella oía los pensamientos de la música y no toleraba lo que le decía, o quizá cómo se lo decía. La imaginé, en la empolvada soledad de su casa, discutiendo con canciones y melodías, dando portazos, llorando y, finalmente, apagando la radio para siempre.

Un tiempo después, sin embargo, una circunstancia sentimental me encontró en un prolongado silencio y, recordando a la anciana, aventuré la siguiente conjetura: la anciana seguía pendida del silencio final de una canción que había oído hacía mucho tiempo y que no quería dejar de oír jamás. Se había tomado la libertad de extender el silencio del final indefinidamente para no soltar los colores y el tono de esa música. El director de esa pieza seguía bajando los brazos indefinidamente, los instrumentos seguían en la postura solemne.

Fue al volver a mi tristeza sentimental que creí comprenderlo: la música que la anciana echaba de menos era la que componía junto a su marido.

Quizá esa última canción la había oído junto a él, recordando los días de su juventud; o quizá la había oído tiempo después de su muerte, en la radio o en su memoria; tal vez no era una canción, sino alguna palabra dulce, los armónicos de una risa en conjunto, o un reproche que jamás solicitó el perdón; o tal vez fue el golpe seco que hizo el cajón al cerrarse para siempre.

Tengo el hábito de descargar las obras completas de compositores desde YouTube a un solo archivo de MP3. Esto me impide elegir la pieza del álbum que quiero escuchar, de manera que siempre escucho desde el comienzo y casi nunca llego a las últimas piezas.

Se me antoja que acompañar a una persona en la vida es como explorar su musicalidad. Es como aventurarse a oír sus obras completas. Se corre el riesgo de cansarse de las mismas melodías al recorrer el mismo camino diario con la esperanza de descubrir un nuevo timbre, otra tonalidad, algún detalle ignorado.

Me niego a creer que la anciana odiaba la música. Simplemente, se me ocurre, prefería las melodías de la nostalgia.