Por Agustina Fernández Mallo

¿Cuándo fue la última vez
que estuviste
tanto tiempo en soledad?
Y aunque no estés solo,
me refiero,
a encontrarte en la intimidad.

Pareciera ser
que cuando el mundo carga
en sus manos un celular,
hasta los más solitarios
fueran acompañados
para siempre
por algún tipo de entidad.

Las abusadoras horas
frente a la pantalla
no son suficientes
para anestesiar la ansiedad,
por el contrario,
son una inyección de nerviosismo
que se disfraza de paz.

Comemos,
cocinamos,
aprendemos a cocinar.

Leemos libros,
los devoramos,
como con todo lo demás.


Miramos series,
nos enganchamos,
las terminamos
y qué fatal,
¿ahora qué hago?
porque parar
no es opcional.

Que cuántos muertos,
que cuántos casos,
que crean contadores
de defunciones
para alimentar el morbo
de las naciones.

Que cuántas veces
en el día
me tuve que enjuagar
para sentirme inmunizada
de esta odiosa enfermedad.

Que pude recordar
lo aislada que me hallaba
de la inefable realidad,
sin siquiera necesitar
de una cuarentena
que desate el pánico,
la euforia
y la necedad.


De papel higiénico nos abastecemos
cuando el virus
ni siquiera es gastrointestinal,
pero se ve
que la cagamos tanto
que nos asusta
no tener con qué limpiar
toda la mierda
que defecamos.

Hasta que un día
con ella
nos tropezamos,
y en vez de esquivarla,
paramos,
la juntamos
y dejamos el egoísmo de lado.

Es cuando no nos saludamos
que divisamos
lo mucho que extrañamos
besar una mejilla,
la poca atención que nos prestamos
que al mirarnos a los ojos
frente al espejo
no nos preguntamos
qué carajo quiere ese reflejo.

Tomar aire por la ventana.
Acariciar, cuando me da la gana, al perro
se volvió la actividad
menos pensada.

Descubrí que desayunar
mientras me filtra el sol
es más recomponedor
que abrir en Instagram el buscador.

Que si el planeta se detiene
no es porque deje de girar,
sino porque nadie lo mueve,
y si se apaga
y ya no alumbra,
se enciende la empatía.

La mirada del otro
se cruza con la mía
y aunque no le de un beso
entiendo bien
porque eso
lo atravieso
todos los días.

Ahora se canta en el balcón
para ahuyentar la angustia y desazón.
De repente,
un día,
nadan por Venecia los cisnes
porque no hay turista necia
que vuelva negra el agua,
sucia, podrida.

Si apreciamos,
con más detenimiento,
es al alma
a la que hay que enjabonar
con mayor convencimiento
que a las manos,
para que no haga más enchastre
en este mundo de insanos.

La cura que cura,
más allá de la vacuna,
es la cercanía
y el esclarecimiento
que genera
el distanciamiento social.

En un golpe de lucidez
entendemos
que estábamos hambrientos
de realidad,
sumidos en un mundo cibernético
que es el verdadero aislamiento
que hoy padecemos,
que hoy creemos atravesar.