Por Camila Biasotti

Córdoba, Argentina. Continente: América.

Las calles están silenciosas, le genera una sensación extraña. Lo pone nervioso. Lo pone nervioso porque sabe que no es su estado natural y ahora mismo debería estar quejándose por el ruido de los motores, el smog que inunda el aire, los gritos de algún borracho. Esa era la promesa de vivir en la Nueva Córdoba. Molesta, asquerosa, ruidosa, insufrible pero no esto. No el silencio que anticipa la muerte, o al menos así lo siente a esta altura. La muerte silenciosa. La muerte invisible.

Se asoma por el minúsculo balcón que apenas tiene espacio para su cuerpo entre el tendedero y el banquito con una planta fe plástico, mira la calle unos segundos y suspira resignado. Lleva la mano a su bolsillo para sacar su pantalla táctil, que luego de un par de toques se transforma en una cámara de video: apunta a la calle. Una paloma se posa en la baranda vecina y la mira con envidia, deja de filmar la calle vacía para registrar a la paloma. Piensa entonces en todo lo que le han dicho sobre las palomas: sucias, llenas de enfermedades, plagas, malignas. Piensa en eso y aún así la envidia, porque no está encerrada en un monoambiente sola desde hace veintitrés días. Porque no le tiene miedo a las enfermedades que carga, a diferencia de él, que ya no puede pasar más de una hora sin lavarse las manos.

Deja de grabar y vuelve adentro. Mira el techo, saca su pantalla de nuevo y desliza su dedo para leer lo que comentan los usuarios sobre la cuarentena obligatoria a nivel mundial para controlar la pandemia. Ambivalentes entre el humor y la tragedia, el terror. Él y los desconocidos en internet. El sol se va escondiendo y lo deja en la penumbra, sólo iluminado por la luz que emana la pantalla que sostiene entre sus manos y decorado por el punto titilante de su equipo de música. Sus ojos se secan y le arden un poco, pero no hace nada al respecto, ya resignado con la idea de comenzar a usar lentes antes de los 45.

Todos los días a las nueve se escuchan aplausos afuera. Al principio le resultaba gracioso, empezó como un movimiento para agradecer a los médicos que trabajaban para ayudar con los infectados del virus, pero en algún punto la gente ya no aplaudía emocionada sino con rabia. Empezaron a aplaudir como, lo que a él le parecía, un grito de ayuda. Pero capaz solamente él era el que quería gritar porque ya no lo soportaba.

Un rectángulo rojo luminoso se interpone entre él y la página de internet, le avisa que queda poca batería. Bloquea la pantalla y la deja a un lado, suspira resignado. Se levanta para dirigirse a buscar comida. Abre una puerta, lo acaricia un aire fresco, saca una caja de plástico, la destapa, abre otra puerta más pequeña, aprieta un par de botones y la cierra. Contempla a la comida girar. Su alimentación en el último mes lo dejó exhausto, apenas come y sólo si está muy aburrido. Como no gasta energía, tiene tanta que está agotado. A la noche se recuesta en su cama y no puede cerrar sus ojos, le aburre estar dormido. Le aburre estar despierto. Todo le aburre, ni siquiera gusta ya de ver películas, les perdió la gracia. Pasa ahora mucho tiempo pensando, por eso le gusta leer los comentarios alrededor del globo de lo que piensan los otros. Piensa en el virus que aumenta cada día el número de infectados, piensa en su padre que no puede ir a trabajar, piensa en su madre que tiene que ir a trabajar y se pone en peligro, piensa en las cosas que daba por sentado y ahora le parece nunca podrá volver a hacer. Piensa en el mini supermercado de abajo, al lado del edificio, y como lo apuran para que realice sus compras y como ni siquiera puede hablar con la cajera. Hace veintitrés días que no mantiene una conversación con alguien en persona, piensa en eso.

Las noticias en la televisión sólo hablan de desesperanza, hace una semana que no la prende, pero decide que ya está bien. Toma el control remoto, aprieta un botón y lo ilumina un plano medio de un hombre canoso con traje y una mujer con un pelo incómodamente lacio y nariz repingada que le dicen que todo está muy mal. De repente se apagan, también se apaga la luz titilante del equipo de música. Se cortó la luz, piensa. Cada vez son más frecuentes los cortes de energía, le parece un chiste. No tiene nada para hacer en ese departamento casi vacío, solo, en la oscuridad. Tampoco tiene velas y no puede salir a comprarlas, la hora en que está permitido que abra el supermercado ya pasó. No puede hacer nada, sale al balcón, entra el tendedero, se sienta en su lugar. Las calles están silenciosas, le genera una sensación extraña. Lo pone nervioso.