Por Jerónimo Corregido
25 de abril de 2021
Un viaje al siglo XIX o La técnica de sentir
Horacio Lavandera había comenzado a tocar un célebre Nocturno y yo me había puesto a pensar en el concepto de canon, cuando se oyeron unas voces en las escaleras y aparecieron unos acomodadores. «¡Sh!», ordenó alguien, con razón, pero ya me habían desconcentrado. Los acomodadores les indicaron a unas figuras que se sentaran en mi fila, y junto a mí, haciendo ruido, con sendos tragos en la mano, pasaron Santiago Astrobbi y Jerónimo Corregido, los editores de Gambito de papel. «No deberían dejar entrar a los pendejos que llegan tarde», dijo alguien, otra vez con razón.
La mano derecha de Lavandera desandaba la melodía del Op. 9 n.º 2 de Chopin y yo volvía a pensar en el concepto de canon. Había leído en Samson (Companion to Chopin) que el compositor francés se había convertido en un auténtico clásico, según entendemos el término hoy en día, cuando la editorial Breitkopf & Härtel lo incluyó en su colección. La mano izquierda de Lavandera acompañaba la melodía, como una araña de mármol, como una extensión de las teclas, y yo me preguntaba cuán determinante era el aval de la academia para convertirse en artista: ¿estaba el arte en la expresión del sujeto o en el reconocimiento de un conjunto de normas?
Chopin por Mart Sander
Ahora Lavandera subía el ánimo con el Op. 18 del Gran Vals brillante, pero podría haber sido cualquier otra cosa, si no fuera por el recorte canónico de Breitkopf & Härtel; si la tradición selectiva alemana hubiera mirado en otra dirección, tal vez la mano derecha de Lavandera estaría arpegiando los acordes de un nombre hoy desconocido. ¿Disfrutamos de los clásicos porque son realmente prodigiosos y su arte aún nos interpela, o porque nos han enseñado que los tenemos que admirar? ¿Cuánto de la ideología canónica se filtra en la experiencia auténtica del sujeto que se enfrenta al arte? ¿Cuánto de la hegemonía silenciosa se refleja en nuestros gustos más arraigados?
Al pensar en todo esto, mi gusto por Chopin empezó a marchitarse; no porque la ejecución de Lavandera no fuese excelente, sino porque creía advertir en sus ensayadísimos movimientos de dedos la tácita imposición de un mandato: tocarás esto, te gustará tal música, la disfrutarás de esta manera. Mi ánimo no mejoraba al recordar que en la audiencia se contaba gente tan burda como los directores de Gambito de papel, de quienes hubiese preferido distanciarme estéticamente: lo que a ellos les gustaba, hubiera querido que a mí no. El virtuosismo del compositor me parecía ahora pretencioso; el del ejecutante, vano y repetitivo.
Quizás todas esas horas corriendo detrás del perfeccionamiento de cierta técnica no tuvieran nada que ver con la genuina busca de la belleza; tal vez todo ese armazón intrincado de armonía y ritmo fuera solo la máscara de la apatía. Ahora las manos de Lavandera hacían trinar las teclas con intensidad: era el Op. 34 del Gran Vals Brillante y la audiencia buceaba al compás de esas notas, sin indagar sobre la naturaleza de su gusto, sin preguntarse si era auténtico o impuesto. Lavandera parecía un monumento a lo políticamente correcto: las manos limpias, el ceño noble, las notas justas.
Entonces empezó la Polonesa n.º6, «La heroica», la que todos conocemos gracias a las miles de antologías de la querida y consabida cultura hegemónica: loadas sean la hegemonía y sus herramientas ideológicas por hacernos llegar a Chopin, por haber instruido a Lavandera, por habernos hecho creer que esto nos gusta. Si el precio por ser parte de esos acordes iniciales es permanecer sumergido en una ideología dominante, en una serie de mandatos ajenos, pues bienvenidos sean. Las reflexiones se me deshacían a medida que los dedos de la mano derecha de Lavandera se erigían sobre las teclas como monumentos a la trascendencia: O for a life of sensation rather than of thought!, escribió John Keats. Cualquier saber intelectual, cualquier reflexión teórica, cualquier crítica metarrepresentacional me parecía ociosa cuando la Belleza y la Verdad se mostraban en toda su evidencia y en todo su esplendor. Sobraban las palabras, sobraban los pensamientos; no importaba que en la audiencia hubiera gente mezquina y deleznable, pues todos se volvían Bellos y Buenos ante la presencia del Genio. Sobraban las reflexiones: O for a life of sensation rather than of thought, había escrito Keats, y, ahora que Lavandera desandaba las beldades de la escala de La bemol mayor, todo el aparato teórico que me había hecho fruncir el ceño se herrumbraba y caía despedazado.
Oí una tos: tuberculosis. Era, quizás, Keats, o el propio Chopin, hermanados por la eternidad y el romanticismo. Oí trompetas y clarines, pero tal vez eso estaba dentro de mí, porque en el mundo exterior comenzaba a sonar la Balada n.º 1 en Sol menor, y Lavandera sonreía como deben de sonreír los niños que duermen, como deben de sonreír las supernovas cuando estallan. Vi campos en flor, olí el aroma de un gato que trepaba un árbol, sentí el aire estático de los planetas distantes en la cara: O for a life of sensation rather than of thought!
Chopin por Eugene Delacroix
En algún momento el trance se cortó y comenzó el intervalo. Se acercó una acomodadora al fondo e hizo cambiar de lugar a los que había llegado tarde; Astrobbi y Corregido estaban entre ellos. «No deberían dejar entrar a los pendejos que llegan tarde», dijo alguien, «en el Colón se hubieran quedado afuera», dijo otro, «y mejor si no toman en la sala», agregó alguien más, pero a mí todo me era indiferente. Bueno era, empero, tener a Corregido y Astrobbi lejos.
Me tomé el intervalo para pensar que tal vez fuera más valiente olvidar lo aprendido sobre cánones y hegemonías, y disfrutar de Chopin como si nada si interpusiera entre la música y mi percepción.
Entonces volvió Lavandera, contento como un cumpleañero y parsimonioso como un maestro de ceremonias. Enseguida se despojó de su disfraz de humano y se puso a garabatear la Sonata n.º 2, sin partituras, sin ayudas memoria, sin tablets ni celulares. Aquel ser, puro dedos y emanaciones, estaba ligado al Genio que lo dirigía por algo mucho más fuerte que apuntes y notas, algo más íntimo incluso que la memoria y la práctica.
De hecho —y recién entonces me daba cuenta—, esa era la única manera de disfrutar del Romanticismo: creyendo que la distancia emocional entre el ejecutante y el compositor es mínima, que existe una comunicación suprasensorial que hilvana las percepciones. Claro está que es difícil convencer a una audiencia posmoderna de semejante cosa. Ahora la gente aplaudía y Lavandera, como un cumpleañero, se llenaba de sonrisas. La audiencia posmoderna, mucho más cercana al gusto por lo contemporáneo, suele criticar el exceso de técnica, pues ésta, según dicen, es contraproducente a la expresión de las pasiones. No es descabellado oír que se juzga negativamente a una banda por ser «demasiado técnica»; con eso se quiere decir que no logra entusiasmar al público por alguna falta, pero no se señala falta alguna, sino exceso de técnica como único responsable.
Lejos de sonar como un insulto, este cuestionamiento apunta indirectamente a dos lugares posibles: deja en evidencia que el receptor no posee los suficientes recursos para apreciar al artista, o que el artista, en efecto, abusa de sus capacidades motrices y por esto no logra comunicar su mensaje. Este asunto era muy importante en ese momento, porque Lavandera comenzaba a tocar lo que a mí en el programa me había parecido el plato fuerte: la Sinfonía n.º 2 en Si bemol menor, Op. 35. Hubo una lluvia de notas y un estallido en el cielo; crujió la escarcha en un campo lejano, algo se movió en un estanque. Un manojo de dedos descubría el camino de las teclas y vencía la distancia que separaba al ejecutante del compositor. Tuve entonces la certeza, o elegí tenerla, de que no hubiera habido lluvia de notas ni estallidos en el cielo, ni visiones ni sinestesia, de no haber sido por la técnica, entendida como una serie de movimientos aprendidos y perfeccionados en virtud de desarrollar un arte; esos movimientos eran las puertas de salida de la percepción, las vías por las que la imaginación podía referir su lenguaje. Si estos mecanismos no estaban entrenados, la ejecución era torpe. Detrás de la lluvia de notas y de los estallidos en el cielo había un pianista, quien, a través del ritual de sus manos entrenadas, se comunicaba con el compositor, y a través de éste con el propio numen original.
Por supuesto que era ingenuo pensar que la técnica garantizaba un buen producto artístico. Sin embargo, me resultaba aun más absurdo pensar que se pudiera obtener buenos resultados sin perfeccionar una técnica; aun más, me preguntaba si en efecto existía algo como un «exceso» de técnica: ¿existiría entonces un exceso de inspiración?
Chopin Playing The Piano In Prince Radziwill’s Salon, Henryk Siemiradzki
«¡Bravo, bravo!», clamó la audiencia cuando murió la última nota de la sinfonía. Lavandera se levantó y caminó hacia el público como un niño que va a soplar las velitas de su torta: sonriente, pleno, emocionado. Hubo extras: muy acertadamente, escogió a Clara Schumann. Era necesario mirar a Alemania cuando se trataba de Romanticismo. Luego, Las variaciones serias de Mendelssohn. Las invocaciones surtían efecto, los pensamientos se disolvían y de las notas de aquel piano brotaban aromas, crecían árboles: O for a life of sensation rather than of thought!
Sonaron entonces unos compases conocidos, como un llamado, como un símbolo: «La entrada de los invitados», la versión en piano de Franz Liszt de la ópera de Wagner, el Tannhäuser. Las referencias me parecieron brillantes: Liszt fue admirador y biógrafo de Chopin, y Wagner representó el apogeo del Romanticismo alemán. Lavandera hundía los dedos hasta el fondo de las teclas, como si el siglo XIX no se hubiera terminado, como si Wordsworth no hubiera muerto, y algún endecasílabo brotó de aquel piano, algún silencio se eternizó entre dos notas.
Ya todo había terminado, y Lavandera, medio en joda, tocaba «Libertango» de Piazzolla, como queriendo decir que no había que tomarse aquello del Romanticismo y la tuberculosis tan en serio, que todavía había wifi y afuera vendían cerveza. Yo hubiera preferido quedarme en el siglo XIX un rato más, sin wifi y con un poquito de tuberculosis, pero ya los acomodadores nos despachaban. Entre las filas de personas iban Astrobbi y Corregido, motivo más que suficiente para haber permanecido en el siglo XIX, con gente mucho más talentosa y honesta, como Shelley, Brahms y Lamartine.