Por Mario Arteca

En la habitación de mis padres había una cómoda,
y sobre ella, un candelabro de plata de tres brazos:
uno por cada hermano. ¿Cuál de ellos me correspondía?
¿El de la derecha? ¿El de la izquierda? ¿El del centro?
Sin duda, el del medio. Siempre me sentí encerrado
entre dos vidas, aunque sea una suposición estúpida.
Pero realmente era así, en el extremo mismo de la certeza.
Sin embargo, ahora que lo pienso mejor, el candelabro
era de alpaca, un material más ordinario y adecuado
al escenario disponible. Parece un murmullo
que se diluye -como todo murmullo-, nada más
que aire impuesto por la acción de cuerpos
agitados, buscando algo, lo que fuera necesario
para ese momento. Eso mismo sucedía, mientras
el mundo tal cual lo conocimos se nos vino encima.