Por Gonzalo Sarra
13 de junio de 2022
Llega un momento en la vida en que a uno de nosotros nos toca salir de la Caja. Nada sabemos del Más Allá, sólo ilustres e impolutas suposiciones. Y llega el día, indefectiblemente, el segundo en que la Luz se abre entre nosotros, donde la única sombra negra y umbría se divide entre todos y cada uno de nosotros, creando multiplicidad de sombras, que son todo un espectáculo.
Los ancianos nos dicen que cada vez que la Caja se abre y entra La Mano, uno de nosotros –y sólo uno– será el Elegido, quien vivirá la plena y tan plácida libertad, fuera de nuestro rectángulo de oscuridad. Empezó a sentirse un movimiento (tal como lo dicen los Presagios y Oráculos). Un ruido áspero comenzó a deslizar nuestros suelos (qué alegría), y allí entraba, como un rayo muy fino de encandilante materia, la Luz, y todo se iluminaba: el rostro de nuestros pares, la división de la mitad.
La Luz ahora nos penetraba de lleno sobre nuestros cuerpos amontonados y vimos La Mano (qué placer). Y sentí y supe que hoy era mi día, estaba seguro de que el deseo haría que me eligiera a mí.
La Mano me apretó entre muchos de nosotros y, último, antes de que volvamos a caer todos a nuestro mundo, me sostuvo. Con felicidad comencé a festejar y a despedirme a los gritos astillados. Todos celebraban y me saludaban, me deseaban buen viaje, mucha fortuna, que sea feliz, mientras, con lentitud paciente, el ruido de lija volvía a dar la señal, La Mano a cerrar la Caja. Pequeña Caja de mi pasado, de mi numerosa y bonita familia, de mis amigos de toda la vida.
Sin embargo, nada importaba ahora. Fascinado admiraba toda la extrañez del Nuevo Mundo, donde tantas miles de veces había imaginado cosas, escenarios y sucesos, que, en este punto, ninguna había acertado con la realidad. La Mano me concedió el placer de dejarme caer al piso como queriendo que experimentase mi nueva faceta en el Nuevo Mundo, me revolqué por los aires, giré, qué fascinantes las alturas; debo decir que nunca disfruté tanto del viento golpeándome con suavidad mi cabellera roja, la libertad de ausentar mi mente en la sola idea de estar cayendo, estar en blanco, la adrenalina.
La Mano me tomó con delicadeza levantándome del piso, acto que agradecí enteramente, y reposó mi cabeza sobre un lado rayado y gastado de la Caja, en señal de reverencia a mi viejo hogar. La Mano explotó mi cabeza espantosamente con crueldad contra la pared rayada y el terror se apoderó de mí, haciéndome sacar chispas y quemándome retazos de mi rostro.
Horrorizado y desilusionado de su tiranía, llorando y pidiendo perdón sin saber ni porqué, volvió a ponerme contra la pared, tenazmente, de cabeza a ella; reiniciando la tortura. Qué había hecho, qué había supuesto. Empecé a ver cómo mis ojos se prendían fuego, cómo se inflamaba y carbonizaba mi cuerpo, cómo me incendió, cómo me quemó, en lo que alguna vez pensé que sería mi boleto hacia la libertad y ahora me usaba para prender una vela.