Por Gonzalo Sarra

24 de abril de 2022

Al momento de sentarse indio, Pablo (Pablito en viejas épocas), ya empezaba a sentir esa molestia en el tobillo que -susodicho- se metía por debajo. Saint Germain y los mil apóstoles, cómo puede ser, y eso que me como el yogurtcito todos los santos días y qué el extra calcio y qué el extra calcio. Los huesos se me están poniendo como paquetes de fideos, la puta que lo parió.

Pablo, en vez de sentarse indio, qué le parecía tan apropiado para la ocasión, optó y mala decisión, por alargar las patas hacia delante. Se quedó duro. Parecía como si se hubiese pegado a 220 o si hubiese visto a su noviecita de la secundaria desnuda por sorpresiva última vez. Las dos piernas acalambradas, pedir ayuda ni un cuarto, que después lo tratan de El Nono, le hacen avioncito con la cuchara de sopa y le dicen que vaya a descansar cuando no tiene un carajo de sueño hace 40 años. Entonces, mudo y quieto como una estatua, por quererme hacer el rebeldote, qué tremendo pelotudo, acá tirado como una boa constrictora, con las lumbares que me matan y las dos piernas que ya hicieron el trabajo para meterse en el jonca. La abuela, una vez, me dijo que si se me acalambraban las piernas: metal frío. Entonces, que ni se le ocurra a los pendejos dejar la televisión y esos aparatejos, porque verían al tío Pablo reptando por el livingroom sólo, que ya el bebé Benito se había ido al carajo y el seguía en el piso buscando como pararse para no volver a bajar ahí nunca más.

Arrastrándose como un soldado que le agarraron las minas antipersona, iba con los dos brazos remando en marcha atrás, a ver si alguien había dejado un cuchillo o algo en la mesa.

Tanteó con los dedos por sobre el mantel y dio con lo que buscaba. El cuchillo era perfecto porque era de esos cuchillos anchos, que casi no cortan cosas ásperas, pero que para los calambres pipí cucú. Metió mano de nuevo sobre la mesa y encontró una cuchara, que a falta de pan... cualquier cosa sirve.

La cuchara estaba con ese rastro litográfico que dejan los labios manchados de chocolate, como si fuesen códigos de barras mal impresos, pero que para los calambres, etcétera.

El cuchillo traía consigo restos de dulce de leche de las tortitas que hizo la tía Norma. Pincelada sobre la lengua, aunque a todo esto dolía tanto la espalda que no bastó el tiempo para dar una revisión y un ok, que posó los utensilios sobre sus piernas, cuando también y a falta de algo más, vio que el efecto metal-calambre no sería efectivo si no sacaba -ya- esos pantalones beige del medio. Como eran tan ajustadas las botamangas, y el tiempo corría a velocidad avestruz, qué no me vea nadie por Dios.

Entre pulgares se entienden, y más cuando hay que desabrochar el cinturón. Con esfuerzo de tortuga dada vuelta, Pablo se retorcía en el piso levantando nalga y nalga, con un cuchillo y una cuchara en cada mano, sus slip blancos, mientras daba paso a esos muslos pálidos de no tomar sol hace seis años, peludos, no así como el resto de sus piernas que habían quedándose calvas con el paso del  tiempo. Bajó sus pantalones, hasta por debajo de las rodillas, y empezó a frotar los metales por sus pantorrillas y cuádriceps, en secuencias sacadas de una mezcla de chamanismo y fe en la abuela.

Sin darse cuenta, Pablo gemía en voz baja, del dolor y del placer, mientras los sobrinitos lo miraban por detrás y uno corría a buscar la cámara.