Por Camila Biasotti
Fotografía de Constanza Tonello (IG @pample.moussse)
Me despierto asfixiada. Aplastada. Ni siquiera me pregunto qué está pasando, por qué estoy debajo de la tela más pesada que conocí en mi vida, lo único que me preocupa en este momento es encontrar la salida de esta cueva de hilo. Me arrastro con dificultad, tomando el suelo entre mis puños e impulsándome. El suelo, que claro, también es de tela. El recorrido se siente eterno y mis brazos aún dormidos no tienen tanta fuerza como para poder sobrellevarlo. Me rindo agotada, con las lágrimas colgando a borde de precipicio y la garganta anudada. Entonces me pregunto, ahora sí, qué mierda está pasando.
Escaneo el lugar con mi tacto, puesto que la iluminación es tan escasa que podría bien ser inexistente. Es definitivamente tela, reafirmo mi primera impresión, no podría ser otra cosa. Debajo de mis dedos, apoyada sobre mi nariz, mojada ahora por mis lágrimas que caen sin la mínima posibilidad de contenerlas. ¿O quizás no es tela? No conozco todos los materiales del mundo, podría no ser tela. Pero eso no es lo más importante ahora mismo, supongo, no me ayuda a entender nada de la situación. ¿Pero cómo va a ser tela? Apoyo mi nariz contra el suelo, que aunque no se dobla con mi peso, se siente blando. Mi olfato no es el mejor pero aún así estoy segura, segurísima de que el olor es el mismo que mi jabón de la ropa. Esto no me está llevando a ningún lado.
Intento recordar qué es lo último que recuerdo, pero mi memoria se pierde. Estaba en mi casa, ¿no? Sí, estaba en mi casa. Estaba en mi casa y me puse mi pijama, me lavé los dientes, fui a la cocina descalza y me serví agua. Volví a mi pieza con los pies sucios, agarré unas ojotas y fui al baño a lavarlos. No me puse medias después, me acosté en la cama y apagué el velador. Cerré los ojos y empecé a pensar, pensé un montón. No sé cuánto tiempo pasé pensando pero estoy segura de que fue mucho, se sintió mucho. Me puse triste, creo que lloré un poco. ¿Lloré? No me acuerdo bien. Y después me dormí, supongo. Sí, me dormí, sino cómo me habría despertado recién. ¿Me desperté? Eso, capaz esto es un sueño. Es lo más lógico, es un sueño. Voy a cerrar los ojos con fuerza, voy a llevar mi cabeza a otro lado, me voy a despertar. Siempre funciona, me voy a despertar, tengo que despertarme. Tengo miedo, porque no me despierto. No me despierto y no puedo respirar bien, no sé si es el llanto, los mocos, la tela pesada, pesadísima que me encierra, la ansiedad que no me deja pensar bien y se mete no sólo entre los hilos de mi cabeza sino en mis pulmones. Hilos, esta cueva está hecha de hilos. Tengo que salir.
Comienzo de nuevo mi tortuosa tarea de arrastrarme. No sé cuánto tiempo pasa, no sé hace cuánto desperté y, lo que más me apena, no sé cuánto falta para salir de acá. Y entonces logro pasar debajo de un pliegue y veo luz. Lloro de nuevo, estoy tan cansada, tengo tanto miedo, pero veo luz y siento que respiro mejor. El techo ya no me aplasta, puedo arrodillarme así que gateo hasta la salida. Finalmente salgo y me pongo de pie, aunque esté exhausta y prefiera dormir, me pongo de pie para hacerme saber a mí misma que puedo. En ningún momento paré de llorar, noto, así que hago un esfuerzo por secar mis lágrimas y contenerlas. No es momento. Respiro hondo, miro a mi alrededor. Ya no estoy tan asustada, ahora estoy confundida. Porque descubro el suelo es azúl, también la cueva de donde salí, y no cualquier azúl: es el azúl de mis sábanas. Lo que tiene, de repente, mucho sentido y ninguno en absoluto cuando miro hacia arriba y a los costados. Estoy en mi pieza, estoy en mi cama, estoy en mi cama que está en mi pieza y estas son mis sábanas. Estoy sobre mis sabánas, que cubren mi cama, que está en mi pieza. Pero son inmensas. Todo está más lejos, todo es más grande, acabo de tardar quién sabe cuánto tiempo en salir debajo de mis sábanas porque eran enormes. Estoy en mi cama pero el colchón es duro, es duro porque es tan grande que no le peso en absoluto. Estoy en mi cama, pero estoy chiquita. Chiquitísima. No tengo idea de qué hacer ahora.
Me tiro contra mi almohada y pienso. Siempre quise hacerme chiquita, recuerdo. Fantaseaba con encogerme de repente y correr sobre las sábanas como si fuera una aventura. Todo sería una aventura: el suelo de mi pieza, el pasto del patio, el escritorio, ¡mi cajón de juguetes! Todo sería más grande, entonces todo sería más. Estoy segura de que nunca me imaginé luchar contra el peso de las sábanas para sobrevivir, nunca pensé en lo horrible que sería sentirme tan vulnerablemente insignificante. Pobre pequeña yo, pero no tanto como yo chiquita.
Ahora mismo, que no debo medir más de diez centímetros. Me paro sobre el colchón e intento calcular mi altura comparándome con la almohada, pero en realidad no sé cuánto mide la almohada. Decido que no importa tanto ahora mismo, que ya lo descubriré luego. Lo que importa ahora es saber qué hacer. Miro hacia mi derecha y veo mi mesa de luz, que parece estar muy lejos aunque supongo será como una plaza de mi cama. Y pienso que es la única situación en la que se me ocurre sea malo tener una cama de dos plazas. Emprendo mi camino mientras esquematizo un plan en mi cabeza de cómo salir de esta situación. Me pregunto también, de a momentos, qué habrá pasado que me encogí, pero la pregunta resulta inútil pues no tengo ni un atisbo de respuesta, así que la descarto apenas aparece. No aporta nada ahora mismo.
Ya en el borde del colchón descubro que no tengo idea de cómo atravesar el precipicio que me separa de la mesa de luz, de mi teléfono, de la comunicación, de buscar ayuda para dejar de estar chiquita. Miro hacia abajo y me pregunto si moriría al caer. Pienso en las clases de física, ¿capaz estoy muy chiquita para caer tan fuerte? No sé, no me acuerdo, no importa, creo que me da más miedo pensarlo. Es mejor pensar que no voy a caer por el hueco. No voy a caer. No voy a caer. Cierro los ojos, respiro hondo. No voy a caer. Miro a mi alrededor en busca de ideas, no encuentro ninguna. Supongo que tengo que saltar.
No tengo el mejor estado físico del mundo, pero al menos mis piernas son la parte con más fuerza de mi cuerpo, al menos no depende de mis brazos, pienso. Cómo me gustaría creer en Dios ahora mismo para poder rezarle. Retrocedo sobre mis pasos mientras respiro hondo. Inhalo, exhalo, cierro los ojos. Inhalo, exhalo, abro los ojos. Repito. Repito. Repito. Aguanto las lágrimas. No me sale, suelto unas pocas. Si muero nadie va a encontrarme. Comienzo a correr, porque si lo pienso mucho no lo voy a hacer. El suelo no es el mejor para esto, se me resbalan un poco los pies. No sé si estar descalza ayuda. Cuando mis pies ya no tienen nada debajo escucho mi corazón como si rebotara dentro de mis oídos. El tiempo en el aire se siente infinito, pero demasiado corto como para calcular mis movimientos. Demasiado rápido como para darme cuenta que tenía estirar la pierna sólo un poco más para que mi pie pudiera apoyarse por completo en la madera, y entonces yo caer con el impulso hacia adelante y no hacia abajo.
Estoy tan desesperada que estoy tranquila. Mis piernas cuelgan mientras hago el esfuerzo más grande que he hecho nunca en sostenerme con mis antebrazos del borde de la mesa de luz. Mi vida depende de la fuerza de mis brazos, pienso. La recalcada concha de la lora, pienso. También pienso en que todas las escenas de ficción de momentos cercanos a la muerte me mintieron, porque hace unos segundos estaba segurísima de que lo que último que iba a ver serían mis zapatos enormes mientras caía hacia mi muerte y no se pasaron por mi cabeza todos los recuerdos de mi vida. Lo único que pensé fue: la puta madre, me voy a morir. Ahora también estoy segura que me voy a morir, pero intento no pensar para que toda mi atención se centre en que mis brazos me lleven a terreno seguro. Pero mis brazos no tienen la fuerza necesaria para levantar mi cuerpo, y la adrenalina no es suficiente para dársela. Mi vida depende de mi fuerza, y soy débil. Soy débil y estoy chiquita. Soy débil, estoy chiquita y estoy enojada porque estar triste ahora mismo no me estaría sirviendo de nada. Mis pies chocan contra la madera del cajón y recuerdo que no encaja perfectamente en el hueco, que si lo empujas hasta el fondo quedan unos milímetros debajo sobresalientes. Busco, con mis pies y toda la esperanza que tengo, esos milímetros de sobra. Y los encuentro. Y lloro de felicidad por haberme aferrado tanto a esa mesa de luz vieja aunque mi mamá me insistiera en cambiarla por una de las nuevas que había comprado. Aunque estuviera toda rayada, y la madera se viera fea, y el cajón que dejaba unos milímetros de más diera un poco de pena. Esos milímetros de más que me salvaron la vida. Me río entre lágrimas mientras pienso que la nostalgia me salvó la vida.
Con los pies apoyados es fácil llevar mi cuerpo a la superficie, y mientras lo hago calculo con la altura del cajón que estaré midiendo unos doce o trece centímetros. Ya parada en la mesa busco mi teléfono y corro hacia él, porque aunque estoy cansada también estoy impaciente. El pequeño tramo entre mi cama y mi teléfono se volvió terriblemente largo y dificultoso ahora que estoy chiquita. Aprieto con ambas manos el botón de desbloqueo y la pantalla se prende, lo deslizo hacia arriba como quien sacude una mesa y me muestra las aplicaciones. Cuando comienzo a escribir un mensaje que suplica ayuda pienso en lo ridículo que suena la situación. No me van a creer. ¿Quién creería que me desperté más pequeña que mi teléfono y no puedo volver a mi tamaño?
Me resigno en que no puedo mandarlo y me dejo caer al lado de mi teléfono, llorando. Permanezco un rato ahí, con el mensaje aún escrito y el frasco de esperanza de mi pecho vacío. Me dejo llorar un rato, abrazo mis piernas y me acuesto de costado. No sé qué hacer. No tengo ninguna solución, no creo que nadie tenga. Me cuesta respirar y tengo hipo, mi rostro está empapado. Me siento, intento secar mi cara con mis manos, sorbo mis mocos. Respiro hondo. Lo único que puedo hacer es pedir ayuda. Así que desbloqueo nuevamente el celular y envío el mensaje.
no sé qué pasó pero me desperté chiquita, no lo digo de metáfora
literalmente tengo como 12cm por favor ayúdenme vengan a casa
no sé qué hacer tengo mucho miedo
Espero.
Ahí voy
Vuelvo a llorar, ya no sé si es tristeza, miedo o alivio. Decido que no importa tanto ahora mismo, tengo un problema más grande: estoy chiquita. Y no lo puedo solucionar sola.