Por Mario Arteca
Llegué a este lugar por mis propios medios.
Es aquí donde siempre quise estar,
pero en un tiempo distinto, con la imagen
de una criatura involucrada en un pozo
de agua cristalina que reflejara su cara
cada vez que la acercaba a la orilla, también
imaginaria. ¿Para qué todo este esfuerzo,
si aquello que devuelvo como reflejo
es apenas la recepción de algo sólido
que desaparece ni bien damos vuelta el rostro
para buscarlo? Este lugar podría ser tu pasado
reciente, aquel que supiste verlo llegar
y jamás pudo adherirse como el musgo
a las rocas, si es que ahora estás en una playa
del sur caminando entre personas iguales
a vos, aunque con la piel infectada
por una manada invisible, a la que siquiera
prestaste atención ni te detuviste segundos
en conocerlas, y muchos menos saber
qué pensaban de sí mismos a través tuyo.
Todos penetramos un campo sin rostro
y sin marca, en el que yo era débil,
con mis ideas y tus presunciones,
aunque en verdad esperábamos otra cosa,
alguna que nos visite estando vivos
en la armonía fluctuante de nuestras
posibilidades. Una persona llama
a mi puerta, con un paquete para mí.
Yo no pedí nada, le dije, no llamé a nadie.
No necesito nada. Pero él insiste en entregarlo,
porque se trata de una “gentileza de la casa”.
¿Cómo decírselo? Mi casa es mía y mi vida
también. Yo no quiero ayuda desconocida.
Yo no recibo paquetes de nadie.