Por Mario Arteca
Una noche, en La Plata, el autor de este libro y yo estábamos conversando en un bar típico de la ciudad, los dos acodados al lado de un enorme ventanal donde se veían cómo los coches tomaban una curva peraltada para meterse de lleno en la calle 60. Se trataba de un encuentro deseado, ya que ambos nos habíamos conocido por la mediación virtual que rige estos tiempos. La conversación fue entrañable, porque no podía ser de otra manera. Hasta que todo quedó interrumpido por un botellazo arrojado hacia nosotros por una joven que no estaba en sus mejores condiciones y enfadada con el dueño del lugar, vaya a saber por qué motivos. La ventana se hizo trizas y los restos de vidrio nos cubrieron a Juan y a mí, como un granizo imprevisto, sin demasiadas consecuencias. Pensé un tiempo en ese estallido, ese big-bang urbano, hasta que leí “Vidrio” y me pareció que la reproducción anticipada de un mecanismo de escritura, era también una instancia de especulación. En este caso, de la escritura de propuesta por Juan Rapacioli.
En uno de los primeros poemas de ese libro se dice “quise probar el agua / fría del deshielo / tragué vidrio molido”, y que refiere a un sistema de transformación de los elementos, de lo lábil a lo sólido, pero lo sólido que se muestra triturado, disperso, y con los modos en que la dispersión ofrece sus partículas para que sean diseminadas, como si el sentido relegara una totalidad que siempre seduce, para ponerla después a consideración de una lectura. Este texto está cruzado por partículas, pero no como un reflejo de lo mínimo, sino de acciones. Rapacioli construye poemas que son vidas cuya velocidad está minada de actos de repetición, de sucesos, de movimiento; todo ocurre a una velocidad controlada por la simultaneidad que parece no frenar a tiempo. Textos que se desprenden como restos de indicaciones para un guion cinematográfico. Y también piezas donde un aire de supervivencia desprendida de la vitalidad como inercia, se hacen presentes en su máxima expresión: es decir, siempre existe un funcionamiento cuanto más se lo castiga, y en general, por consecuencias exógenas.
Pero hay una idea, tal vez una paradoja, que subyace en este libro de Juan, y que tiene que ver con el trabajo sobre el sentido común. Un sentido que ya no se dice en una sola dirección, y que sólo remite a una diversidad cualquiera a la forma en que se ofrece. El sentido común refiere a sí mismo, pero sobre todo a los objetos que propone como marco de influencia de un discurso que se describe desde las opciones de identificación. El sentido común no expropia, sino se apropia de su grado de presunta pertenencia. Lo que realiza el autor en “Vidrio” es revertir la carga de la causa de ese sentido y llevarlo a posiciones donde la distancia entre la realidad discursiva y la visceral quedan subsumidas en papeles donde el protagonismo relega su momento de empatía con los sucesos concretos. Es decir, una realidad en cámara lenta pero con intacta fuerza de choque. El paso del caracol en la llovizna, directo, imperceptible aunque con dirección segura. Si te distraés, perdés el trayecto.
En este texto la literatura sabe por lo que tiene de irreductible, lo que no se puede contar sin ser dicho de una forma por fuera de cualquier representación. Veamos este tramo del poema “La zona”: “cuando llego a la zona / el sol me pega de frente / busco su calor / pisando el barro mojado / pero la luz es blanca / y corta la mañana / sobre mi rostro de vidrio / entonces me desvío / nado contra la olas / corro bajo la lluvia / uso un nuevo traje / para una vieja ceremonia”. Este texto habla por sí mismo del procedimiento que Rapacioli trabaja en todo el libro. Esa zona, tal vez referida al film de Tarkovsky, es un locus donde el sol hace de las suyas y donde se busca esa presencia mientras se pisa el barro que aún está húmedo por una lluvia o un riego reciente, sin embargo, la luz es diáfana y atraviesa esa mañana (porque es una mañana) por sobre un rostro transparente o espejado, no se sabe, y donde lo que habrá que hacer al respecto, en esta disociación de climas internos, es a la vez desviarse y nadar a contrapelo, mientras ocurre un fenómeno pluvial, y donde se utiliza una nueva indumentaria para rituales ya conocidos (y donde aparece Leonard Cohen como indudable referencia de proximidad). En esa secuencia, Rapacioli propone varios cambios desde una superficie de estilo que la poesía, tal cual se comprende y se la supone, debiera reabsorberse en una misma lectura, sino fuera porque la escritura nos lleva permanentemente a sitios diferentes. Es decir, utilizar lugares reconocibles para llegar a puntos diversos. Todo lo que semeja legible se vuelve arena movediza.
“Vidrio” es un libro que se inscribe dentro de una actual poesía argentina que amplifica las señas dejadas por la inmediata generación de escritores. Es el continuum que se erige por sí mismo. Y no debe leerse como un suceso de ruptura (el valor de cambio al que muchos quieren llegar sin haber cascado un solo huevo) sino como la incorporación del gesto de escritura que coloca a este libro (y serán muchos, claro) en la manera en que otros libros se hicieron lugar sin conocer su destino. Porque toda literatura avanza sin conocer las consecuencias de su irrupción, y esa es la libertad que encontramos en esta obra que habla por sí misma, aunque raspe y dure en el tiempo sus escenarios tan próximos a nosotros.